terça-feira, 13 de setembro de 2011



La primera cita

¿Quien no conserva intacto, en algún desván del alma, el ingenuo recuerdo de la primera cita?
 
Si alguien me hubiese dicho que mi hermana Lucila habría de serme algún día tan útil como un salvavidas en una terrible emergencia, hubiera reído. Porque Lucila constituyó siempre para mí una inagotable fuente de molesta y fastidio.
Como no teníamos más hermanos ni hermanas mamá esperaba que fuésemos buenos compañeros, pretensión que no es más que una de las tantas ideas raras que suelen tener los padres. No discrepábamos mucho mientras éramos bebés. Pero muy pronto nuestros gustos difirieron notablemente: Yo quería jugar a la pelota, ella con muñeca. Allí empezaron las tribulaciones.
— Ahora seas bueno con tu hermanita. — Decía mamá llevándonos al jardín — Eres el mayor, de modo que debes cuidarla.
Me hacía gracia aquello. Lucila tenía marcada tendencia a tirarme del cabello, y su puntería para arrojar pelota era increíble. Podía darme un puntapié en un ojo si se le antojaba, pero, claro, como ella, ¡pobrecita!, era una niña yo no podía devolver.
Por otra parte, cuando entré en la escuela comencé a jugar con otros chicos después de la clase. Y, dondequiera que iba, allí estaba Lucila pegada a mis talones.
Muy pronto alcancé la edad en que un muchacho prefiere que su hermana no le siga el rastro como un sabueso.
— ¿No puedes hacer algo para que no me persiga como mi sombra?, mamá… — Preguntaba yo — ¿Por qué no se queda en su casa como todas las niñas?
Mi madre es un encanto su cara es de esas que gusta a uno ver cuando le ocurre algo malo. Sus ojos son azules, pero a veces adquieren una expresión helada. Y en ese día la adquirieron.
— Lucila desea ir contigo, Joe. No quiero que hables así de ella. Se porta bien cuando está contigo. ¿Verdad?
— Bueno. Supongo que sí. Lo que quiero decir es que… que a los muchachos no nos gusta tener una chica que nos fastidie mientras jugamos un partido.
— No sé que daño pude vos hacer ella vos mirando jugar.
Y, naturalmente, cuando salí de casa, venía Lucila tras de mi. Me detuve y la miré. entonces no era más que una criatura, de negro cabello peinado con trencita y grandes ojos oscuros de solemne mirar, que parecían ocuparle toda la cara.
— ¿Por qué no te quedas en casa con mamá? Podría ser que te golpeáramos con la pelota. Podrías caer y lastimar las rodillas.
— No quiero quedar en casa.
— Si te quedares ahora en casa, en esta noche te enseñaré un juego.
— No quiero.
¿Que hacer con una criatura así? Bien, al parecer eso no era bastante malo porque después fue peor. Quiero decir, cuando comenzó aquel asunto de las fiestas.
Me sentí feliz cuando Lucila empezó a salir con otras muchachas. Supuse que todo marcharía bien, que dejaría de ser mi suplicio.
Pero cuando cumplí los dieciséis (Lucila tenía casi quince) ¿que creed que me ocurrió? ¡Casi nada! Lucila pretendió que la llevara a las fiestas y bailes infantiles que organizaban las amigas de mi madre.
— ¿A quien puede gustar ir a fiestas semejantes? ¡Cosas de criatura!
Que me ahorquen si hasta papá no se puso en contra de mí en esa vez. Por lo general veía las cosas desde mi mismo punto de vista.
— Forma parte de tus deberes llevar Lucila a las fiestas, hasta que sea un poco mayor. — Dijo sonriendo, pero inflexible.
Mas protestas fueron estériles. Supuse que, de todos modos, después de haberla llevado a las fiestas, podría dejarla con las otras muchachas, en tanto que nosotros, los amigos, nos reuniríamos en un rincón para dedicarnos al nuestro. ¡Nada de eso! Lucila se adhirió a mí como una lapa. Lo que es más, pretendía que bailara con ella, y encima, que pidiese a otros muchachos que también lo hicieran.
Una vez traté de hacerla entrar en razón. Íbamos camino de una de esas interminables fiestas de sábado en la noche, que ofrecían en turnos todas las madres y a las que debíamos concurrir todos los niños.
Lucila crecía tan aprisa que estaba delgada como un alfiler. Además, tenía el cabello bastante lacio. Desde luego era mi hermana y yo la quería, pero me resultaba forzoso admitir que no era precisamente una belleza. Como Elsa Barnes, por ejemplo.
— Mires, Lucila. ¿Que te parece si después que hayamos bailado un rato te sentares a charlar con alguna de tus amiguitas?
Lucila me lanzó una rápida mirada.
— Pero, Joe. A las muchachas que se sientan no les solicitan baile.
— Bueno, volveré después de un rato para ver que tal te va.
— ¿No podrías… No podrías arreglar de modo que alguno de los muchachos bailara conmigo?
— Bien… No es tan fácil. — Traté de hacer entender amablemente — No es como si tu fueras… decorativa. Quiero decir que no eres una de esas muchachas tan atrayentes como Elsa, por ejemplo.
Lucila, no muy feliz, asintió.
— Lo se. Elsa creció mas aprisa que yo. Pero de todos modos… de todos modos… — Su voz empezó a temblar, y yo repuse rápidamente.
— Está bien, está bien. Veré lo que puedo hacer.
Me sonrió de un modo que me hizo preguntarme si no sería más bonita de lo que yo creía. Pero la miré nuevamente y comprendí que no estaba equivocado. No era más que mi hermanita flaca y desgarbada. Es curioso ese asunto del crecimiento rápido. Lucila era alta, pero aun parecía una chiquilla. Y Elsa, que estaba en la misma clase… Bueno, parecía mucho mayor que Lucila.
No obstante, traté de conseguirle pareja. ¡Buen trabajo me costó! Rogué un poco, soborné otro tanto, y peleé bastante. Pero le conseguí suficientes compañeros para dejar, a mi, tiempo libre.
Pero eso no era peor. Ya sabed lo raro que son las muchachas: Siempre esperan que uno se porte en la fiesta como un dechado de caballerosidad y buena crianza.
Debía ayudarle a poner y sacar el abrigo como si no lo pusiera e sacara solita todos los días en casa. Y tenía que darle el brazo al subir y bajar las escaleras, cual si fuese una vieja que pudiera romperse una pierna. Otra de mis obligaciones era cargar con su polvera en el bolsillo. ¡Y una vez se abrió la condenada y me llenó de polvos rosados! Cuando se servía el refresco, tenía que ir y traerle emparedado y limonada. Y así, infinidad de cosa. Eso, claro, me rebelaba, pero cuando me desgañitaba en casa, protestando, hasta papá se ponía de parte de Lucila.
— Debes aprender todas esas cosas. Algún día te servirá, Joe. Por ejemplo: Cuando tengas cita con una muchacha.
— ¿Quién, yo? Jamás tendré cita con muchacha.
— Bueno. Tal vez, dentro de un año o dos cambies de idea. Mientras tanto harás lo que Lucila te indicar.
Debo hacer constar que con el correr del tiempo resultó cierta una de las profecías de mi padre. Quiero decir que empecé a observar a prudente distancia, claro está, a las muchachas. Admito que cambié de opinión con respecto a algunas de ellas. Y llegué a pensar que casi no me importaría conseguir una y otra cita. Pero… ¿Cómo empezar?
Descubrí que existían dos clases de conversaciones a sostener con las muchachas. La primera, cuando se hablaba con muchacha como Lucila. Uno decía: ¡Hola!, y hablaba de algún examen o de lo ocurrido en la última clase o en la última reunión de estudiantes, y cosas en ese estilo. Pero la otra clase de conversación…, bueno, eso ya era más complicado y sutil. Por ejemplo: Cuando una muchacha decía: Anoche te vi en centro y ni siquiera me saludaste, uno hubiese creído que la respuesta más adecuada sería: Pues no te vi. Eso dije yo, y ¡qué impresión causó! Mala, por supuesto. En otra ocasión oí el mismo reproche dirigido a otro individuo. Y él lanzó una de esas respuestas complicadas y sutiles. Dijo: Oyas, dulzura: No podría dejar de te ver. Ni en la oscuridad. Y ella rió con una risa especial, como si creyese que él era maravilloso. Y se fueron caminando juntos. ¿Comprended lo que quiero decir?
En esa clase de conversación que uno no puede aprender en un abrir y cerrar de ojo. Y no es fácil acercarse a una muchacha y pedirle una cita. Supongamos que ser ría de uno… Supongamos que no y que lo oye alguno de los amigos…
La mayoría de los muchachos de mi grupo tampoco habían andado por ahí citándose con muchachas y nos vigilábamos mutuamente para ver como se arreglaban unos y otros. Por supuesto, algunos hablaban como si estuviesen muy al tanto de los procedimientos, y el conseguir una cita fuera tan fácil como arrollar una alfombra. Sin embargo ninguno de nosotros había roto aun el hielo.
Tom Williams, en cierta ocasión en que estábamos solos, me habló francamente. Es pelirrojo y para él no existían las mujeres, hasta que de pronto, al igual que yo, comenzó a notar su presencia.
— Oigas, Joe. — Me dijo en una tarde — ¿Qué te parece esto? Tu arreglas una cita con una muchacha y luego le dices que traiga una amiga para mí.
— ¿Ah, si. Y como haré todo eso?
— Una doble cita es más fácil de conseguir. ¿No te parece?
— Creo que es peor porque tienes que pedir a dos muchachas en vez de una. ¿Por que no las consigues tú?
Seguimos discutiendo, sin llegar a acuerdo. En fin empezamos a mencionar nombres.
— Si quisieras salir con cualquier muchacha de esta ciudad, Joe, ¿a cual elegirías?
— Pues, pues, veamos… — Como si la idea nunca hubiese atravesado mi mente — Bien, Elsa es bastante linda…
Tom movió la cabeza.
— Sí, claro que sí. Pero es muy popular. Quiero decir que a ella debe gustar salir con muchachos expertos.
— Tal vez. Tal vez. Y tú, ¿A quien elegirías?
Llevé una sorpresa mayúscula cuando miré a Tom. Estaba rojo. Se metió las manos en los bolsillos y, sin mirarme, gruñó:
— Bien…, este…, Lucila.
— ¿Quien? — Repetí atónito — ¿Lucila. Te refieres a mi hermana Lucila?
— ¿Por qué no. Qué crees? — Preguntó Tom, siempre sin mirarme.
— Nada. — Contesté apresuradamente — Nada, en absoluto. Sólo que…, quiero decir, no imaginé. Bueno, sabes que uno apenas se fija en su hermana y no la ve como muchacha. Además es una chiquilla…
— Ochos meses menor que yo. ¿Te has fijado en ella últimamente?
— No en ese sentido.
Y entonces recordé que uno o dos de los muchachos había dicho algo sobre Lucila últimamente, aunque no presté atención. Recordé también que cuando Stew Bailey vino a verme unas noches antes, se quedó largo rato charlando con Lucila. Al parecer, mi hermana debía estar creciendo sin que yo lo notara. Al fin de cuenta Tom era mi mejor amigo, de modo que debía ayudarle.
— ¿Quieres salir con Lucila? Veré lo que puedo hacer por ti.
— ¡Magnífico!
Cuando llegué a casa a cenar, observé a Lucila atentamente. Aseguro que algo debía haberle ocurrido de pronto, o tal vez de modo tan gradual que yo ni lo noté. Ya no estaba delgada… Ni tenía el cabello tirante. Estaba diferente.
— Oigas, Lucila. — Empecé.
Se acercó a mí. ¡Cielos. Si hasta caminaba de otro modo!
— ¿Qué quieres? — Me preguntó sonriendo levemente.
— ¿Conoces a Tom?
— Naturalmente. ¿No te parece que viene aquí bastante a menudo?
Como aquello no parecía andar muy bien, ataqué desde otro ángulo.
— Tom es un buen muchacho. Sabe jugar beisbol como nadie. Y entre todos es el que puede aguantar mas tiempo bajo el agua.
— ¿De veras? — Preguntó Lucila cortésmente.
Supuse que no estaba diciendo lo más adecuado y me pregunté, intrigado, de qué diablos hablarían las muchachas cuando les gustaba un individuo.
— Bien… Pues… ¿Sabes?, Lucila. Pues Tom…
y no pude seguir.
— ¿Qué te ocurre?, Joe.
Y yo, tirando a fundo, propuse:
— ¿Quieres salir con él?
Mi hermana ni parpadeó.
— Que me lo pregunte él mismo.
Y volvió a la cocina.
No parecía ser de mucha ayuda para Tom. Pero una cosa saqué en claro de mi conversación con Lucila: Que yo mismo tenía que abordar a Elsa, sin recurrir a intermediario ni confiar en el azar. Por cierto que no me conducía a alguna parte el mirarla desde la acera de enfrente.
Conque la primera vez que me crucé con Elsa, decidí hablarle de la cuestión. No era fácil porque con su aspecto, con su cabello de oro y su piel de terciopelo… no parecía pertenecer al mismo mundo que el resto de los mortales.
— Hola, Elsa.
— Hola, Joe.
Después me sonrió echándose hacia atrás el cabello. Y la acera pareció ondular bajo mis pies.
— Pasaba de casualidad. Nada más que de casualidad.
— ¿Sí?
Tenía un perfume que me producía vértigos. Pero, ¿qué importaba?
— ¡Oh. Estoy agotada! Los sábados son siempre terribles, ¿verdad? Anoche fui a bailar, en esta mañana estuve en compra con mamá y ahora tengo que lavar mi cabeza porqué en esta noche iré al cine.
Me pregunté por qué tendría que lavar la cabeza para ir al cine, pero preferí no averiguar.
— Sí que andas ocupada, muy ocupada, Elsa.
— Ahora debo ir al centro. ¿Vas hasta allá?
— No, voy a casa.
Porque, como había pasado la tarde entera tratando de encontrarme con ella, no había cortado el césped del jardín. Y era necesario que lo hiciese antes que lo viera papá.
— Elsa. ¿No podríamos salir juntos un día?
— ¡Oh, Joe! — Murmuró mirándome.
— ¿Bien. Qué me dices?
Movió otra vez la cabeza y el cabello cayó sobre la cara, de modo que no pude ver los ojos.
— Quizá. Alguna vez.
Y saludándome con la mano, se alejó calle abajo.
Yo, en el colmo de la felicidad, emprendí un regreso a casa. Pero, a cada paso disminuía mi felicidad. Y al llegar me sentía muy desdichado.
Al fin de cuenta ¿había conseguido una cita con Elsa? Ella sólo dijo:
— Quizá. Alguna vez.
Pero: ¿Qué significaba eso? No estaba más ni menos que como al principio. ¿Cómo, diablos, se empezaría a tener cita con mujer?
Fue entonces que pensé en primera vez que Lucila podría darme algunas indicaciones al respecto. Después de todo ella era una muchacha y debía saber algo.
Conque después de la cena me ofrecí a secar los platos. Mi padre me miró sobresaltado. Mamá muy complacida y Lucila como si comprendiera que yo llevaba doble intención. Pero sequé los platos. Pregunté frotando un plato con el paño de cocina.
— Lucila, ¿hay alguna regla fija para pedir cita a una muchacha?
— ¿Qué quieres decir?
— Verás. Pregunté a Elsa si quería salir conmigo algún día y me dijo: Quizá. Alguna vez. Qué te parece?
Lucila se volvió a mí apoyándose en el fregadero y me explicó con gran seriedad:
— Bien, para empezar… Tienes que pedirle que salga contigo alguna noche determinada. Dile, por ejemplo: ¿Quieres venir al cine en el viernes? Así ella ya sabrá qué noche quieres salir y adónde la vas llevar.
— ¡Oh! Entonces ¿ella me contestará que sí?
Lucila movió la cabeza mirándome con el ceño fruncido, muy preocupada.
— No té dirá que sí, a menos que le guste, Joe. Hay una manera especial de empezar esos asuntos.
— ¿Cómo? — Inquirí intrigado.
— Tienes que halagarla.
— ¿Eh?
— Conversación romántica. ¿Sabes? Como en las películas. Tienes que decirle cosas bonitas.
— ¿Yo?
— Claro. ¿No te parece hermosa?, Joe.
— Por supuesto. ¿A quien no?
— Entonces digas a ella.
— ¿Acaso no lo puede ver al mirarse al espejo. Por qué tengo que decirle cosas archisabidas para conseguir que venga al cine?
Lucila suspiró.
— Si quieres tener citas con la muchacha más linda de la clase has de ganar con tu esfuerzo. Dile que tiene los ojos más hermosos del mundo. Que su cabello es como los rayos del Sol. Que cuando ríe es como si oyera música celestial.
— ¡Diablos!
Eso fue todo lo que pude decir porque mamá entró en la cocina y Lucila y yo nos dedicamos a lavar y secar plato. Pero cuando terminé esa tarea tenía muchas cosas en qué pensar. Tal vez Lucila estaba cierta. Nada perdería con probar.
Fue en el jardín de Elsa donde tuve ocasión de hablar la próxima vez con ella. Pasaba frente a su casa y al vi regando flor.
— Este…, tengo algo a decirte, Elsa. — Empecé acercándome.
— ¿Sí? — Dijo sonriendo.
Y cuando sonrió empezó a ondular el piso de la acera tal como lo había hecho la última vez que le hablara.
Me invitó a entrar y se reclinó sobre el césped. Cuando una muchacha mira a uno así, alzando los ojos desde un nivel inferior a uno, es muy distinto de cuando mira desde el mismo nivel.
De pronto perdí toda noción de lo que tenía que decir a Elsa, y en el interior de mi cabeza se formó un vacío completo. Frenético, al verla mirándome y aguardando, traté de recordar desesperadamente algunas de las cosas que me había enseñado Lucila.
Elsa, ¿sabes qué parece tu cabello?
— ¿Qué? — Preguntó con voz suave y tranquila, como si esperando yo decir algo más.
— Tu… tu cabello parece hecho con rayos de Sol.
Dice y esperé el resultado.
Bueno, se sorprendería quien hubiese visto lo que ocurrió a Elsa. Pareció iluminarse como si se encendieran lámparas dentro de ella.
— Pero, Joe…, no sabía que pudieras decir cosas como ésa.
Me armé de valor y así al toro por los cuernos.
— Cuando ríes…, cuando ríes, Elsa, es como si oyera música celestial.
— ¡Oh!, Joe. Eso es muy hermoso.
Y al ver que todo salía bien le espeté lo único que quedaba.
— Sabes que tienes los ojos más lindos del mundo?
— ¿Realmente crees así?, Joe.
— Sí. Y quisieras venir conmigo al cine en el viernes en la noche?
— Me encantaría. En realidad puedo decir que nunca te conocí hasta hoy, Joe.
En ese momento salió al jardín la madre de Elsa. Fue una suerte para mí porque se me había agotado el caudal de cumplidos.
Aquel día, después de la clase, conté todo a Tom:
— En el viernes voy con Elsa al cine.
— ¿Estás bromeando?
— Nada de eso. Saliremos en el viernes.
— ¡Cielos! Oigas: Has dicho algo de mí a Lucila?
— A una muchacha como Lucila hay que solicitar la cita personalmente. — Contesté con aires de sabihondo.
— ¿Crees que si la pido aceptará?
Tom era mi mejor amigo y consideré justo pasarle la información.
— Seria mejor que le hables con un poco de romanticismo, que le digas cosas bonitas antes de pedir. Digas lo hermosa que es y cosas así.
— ¿De veras? Muchas gracias, Joe. Si has conseguido que Elsa accediera a salir contigo es porque conoces bastante a las mujeres. Seguiré tu consejo.
Estaba tan contento de tener una cita y de que Tom me admirara, y me pidiera consejo sobre Lucila, que no me preocupé para nada de mi cita. Y fue en eso que cometí un error.
Por supuesto, pedí a mi padre un poco de dinero extra. Y en el viernes en la noche me emperifollé mejor que de costumbre.
Al salir di a Lucila un suave golpecito en el hombro.
— Gracias por tu ayuda. En esta noche saliré con Elsa.
— ¡Oh! Me alegro. ¿Ya está todo arreglado?
— Todo.
Fui a la casa de Elsa y, como ya estaba lista, sólo tuve que esperar un instante. Se detuvo en el vestíbulo sosteniendo el abrigo y sonriendo. Y de pronto recordé los tiempos en que llevaba Lucila a la fiesta. De modo que rápidamente tomé el abrigo y la ayudé a poner.
Bueno, puesto a recordar cosas, recordé también que ayudaba a Lucila a bajar la escalera y muchos otros detalles. Elsa me entregó su polvera y, en vez de decirle: ¿Y que hago con esto?, la eché al bolsillo sin hablar. Recordé también cuando tomaba Lucila del brazo para cruzar la calle, de manera que todo marchó perfectamente, salvo una cosa. Ignoraba lo que se conversa en una cita.
Creo que anduvimos toda una cuadra sin pronunciar una sola palabra.
Cuanto más andábamos, tanto más me apretaba el cuello de la camisa.
— ¡Qué linda noche! — Dijo Elsa, en fin.
— Ya lo creo.
Me parece que por mucha voluntad que se tenga el tema no se presta para más. Pero, claro, alguien tenía que decir algo.
— Sí, si. Es una noche preciosa.
— Preciosa.
Con lo cual volvimos exactamente al punto de partida.
Así seguimos caminando hacia el cine. Encontramos algunos conocidos y eso nos ayudó porque teníamos que saludarlos. Ya era algo. Cuando nos encontramos con Steve Bailey él miró a Elsa, luego a mí y dio un respingo. Me sentí mejor. En fin de cuenta era yo quien llevaba Elsa al cine, aunque no supiese qué decir.
En fin llegamos al cine. Y me tranquilicé porque uno no necesita hablar durante la proyección.
Cuando salimos fuimos a tomar un helado.
Allí fue donde empecé a sospechar que iba mal. Observando las parejas que nos rodeaban oí que charlaban animadamente como si tuvieran cosas privadas y personales que decirse.
Cuanto a mi… Bueno, yo hubiese podido hacer lo mismo con Elsa porque lo sentía. Sabía la música, pero no la letra. Y ella me miraba de vez en cuando un poco perpleja. Había renunciado ya a todo intento de conversación porque no sabía cómo mantenerla viva con las cosas que ella decía. Todo iba mal. Peor. De pronto tartamudeé una excusa y me lancé a la cabina telefónica.
— Oigas, Lucila. Me encuentro en un apuro del que no puedo salir. — Le dice rápidamente — aquí estoy con Elsa, mudo como una ostra porque no sé de qué hablarle. Pensarás que soy un asno, Lucila, y no volverás a mirarme en tu vida. ¿Qué haré?
— No puedo decir por teléfono, Joe. — Exclamó Lucila, pero su voz sonó preocupada y confidencial.
— Digas algo, al menos.
Y Lucila me dijo. En resumen: Lo que me indicó fue que hablase a Elsa de Elsa. De todo lo referente a ella… Por qué me gustaba, que me parecía…
— Comprendo. Pero, ¿como explicarle el hecho de haber estado mudo toda la noche?
— Dile que la estabas estudiando. — Replicó Lucila rápidamente — Dile que estabas muy ocupado mirándola y pensando en ella. Valor, Joe, y buena suerte.
— Gracias, hermana.
Agradecí y regresé al lado de Elsa.
El saber a qué atenerme me dio más seguridad en mí mismo, de manera que hasta mi modo de sentar a la mesa y sonreír a Elsa fueron distintos.
Crucé los brazos sobre la mesa, me incliné hacia Elsa y murmuré suavemente. Bajé la voz hasta que no fue más que un murmullo que sólo podía oír ella:
— Elsa, creo que no he hablado mucho en esta noche, pero estaba demasiado ocupado pensando en ti. Esta es la primera vez que estoy contigo a solas y me he ensimismado mirándote, pensando en ti.
— ¿Qué has estado pensando? — Me preguntó dulcemente.
— Tú. Eres diferente de todas las otras muchachas. Y deseaba conocerte más de lo que deseé antes conocer alguna. Eres distinta. Eres.
— ¡Oh!, Joe. Nadie me dijo eso.
— Eres la más bonita. Es más…, no eres…, no eres tonta y afectada como las demás muchachas. Eres la muchacha más adorable del mundo.
Me dirigió una sonrisa muy íntima y murmuró:
— Tú también me gustas, Joe.
Cuando dijo aquello me pareció que algo estallaba en mi interior. No sé exactamente qué ocurrió después. Sólo sé que le tomé una mano y no la solté hasta que llegamos a su casa. Allí nos detuvimos en el pórtico. Comprendí entonces que, si bien Lucila me había ayudado mucho, ahora todo dependía de mí. Y que necesitaba dejar bien asentada la situación para evitar disgusto más adelante.
Empecé desesperadamente apretando su mano.
— Elsa, no soy buen conversador, y menos con las mujeres. Pero ahora ya sabes lo que siento por ti.
— Sí, ya lo sé, Joe.
— Quizá, si volvemos a salir no sabré que decirte. Mas quiero verte otra vez, Elsa. ¿Te gusto o sólo las cosas que dije?
— Me gustas tú y me encantan las cosas que me dices. Pero ahora que lo sé no necesitas volver a decirme lo que sientes. Podemos hablar de todo un poco.
De pronto la vi tan cerca que, inclinándome, la besé en una mejilla.
— Elsa, hay algún otro que te guste más que yo?
— No. Tu eres el que más me gusta, Joe.
Me alegró. Hubiese querido decir algo mejor, más romántico. Pero a ella pareció gustar lo mismo.
— ¿Nos veremos mañana en la noche? — Pregunté.
— Mañana en la noche.
Y al alejarme, aun podía sentir el roce de su mano en la mía.
En la mañana siguiente conté todo a Lucila.
— ¡Magnífico!
— Tú lo has hecho posible, Lucila. Tú me enseñaste. No sabes cómo te agradezco.
Lucila empezó a reír.
— ¿Has transmitido esos consejos a tu amigo Tom?
— ¿Por qué? — Pregunté cautelosamente.
— Vino anoche. Por el modo de decirme cumplido supuse que le habían dado algunas lecciones.
— Lo que es bueno para una muchacha debe ser para otra. ¿Vas salir con él?
— Sí. Tom es un buen muchacho.
— Creo que tú y yo hacemos un buen par. — Exclamé riendo.
Y dándole un beso salí a la calle pensando en Elsa y en lo sucedido en la noche anterior. Se me antojó que faltaba mucho tiempo para la noche en que la volvería nuevamente. Tal vez, si pasase ante su casa y ella saliese en ese momento…
Y de pronto comprendí que no necesitaba pasar ante su puerta esperando verla de casualidad. Podía tocar el timbre tranquilamente.
Así lo hice. Ella misma abrió la puerta.
— Hola. Falta mucho tiempo para esta noche, Elsa.
— Tenía la esperanza de que vendrías.
Y ambos sonreímos felices. Porque ambos sabíamos que nos pertenecíamos.
Revista La familia #549, México, 1956
No consta el nombre del autor

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